Enana Marrón
La beca en el Astrofísico de Canarias terminó cual interruptus. Un
licenciado prometedor, un nuevo especialista en tormentas solares,
quizás algo menos útil para el país que un tertuliano del corazón.
Qué mas da, que investiguen los americanos, para eso les pagamos. El
caso fue la falta de asignación presupuestaria, eso le confesaron en
una pequeña sala el día que lo despidieron con unas palmaditas en
la espalda. Él no dijo nada, se limitó a mirar por la ventana,
ensimismado por aquel paisaje marciano de telescopios, volcanes y
nubes bajas.
Habían pasado ya
dos años desde que tomó el avión de vuelta a la península. Fue
duro tener que regresar al pueblo, al frío de la sierra. Como en el
juego de la oca, perder ventitantos años al caer en el pozo para
volver a la casilla de salida. De algún modo podía sentirse
afortunado. Al menos tenía dónde caerse muerto. Una cama en su
habitación de niño, aunque los dedos de sus pies asomaran temerosos
más allá del metro ochenta de largo. Tres comidas al día,
magistralmente preparadas por las manos de su madre. Y al menos
contaba con el medio trabajo de cajero en la tienda de ultramarinos
que regentaba su familia. Así pasaba los días durante aquellos dos
largos años, despachando pizzas congeladas, paquetes de macarrones y
latas de tomate frito. Trescientos euros al mes le pagaban por
aquello. Trescientos euros cubren al menos la vergüenza de no tener
que pedir dinero a sus padres cada vez que quería beberse una
cerveza en el bar con sus amigos. La cama y las tres comidas
calientes valían ya más de lo que su familia le pagaba. Algo le
saldría, antes o después, seguro que por Madrid. O incluso en
Londres, que para algo aprendió a hablar un buen inglés.
Cada vez que cerraba
con doble vuelta la puerta del supermercado, cuando las luces de la
tarde ya se apagaban, deshacía los cien metros que separaban el
negocio de la casa familiar. Día tras día, durante aquellos largos
dos años. Cenaba junto a sus padres, los tres solos en la gran mesa
del comedor. Sus hermanas hacía ya años que se fueron a la ciudad,
sólo venían en las vacaciones, cuando los sobrinos volvían a
llenar la casa de risas. Terminaba cada cena y se despedía de sus
padres hasta el día siguiente. Subía de tres en tres los
veinticuatros peldaños que separaban la planta baja del primer piso,
de su habitación al final del largo pasillo. Encendía sin perder un
segundo la luz del cuarto. Volvían a tomar vida sobre sus paredes
aquellos pósteres ya amarillentos con sus galaxias lejanas,
exoplanetas, nebulosas y humos estelares.
Y allí, junto a la
ventana, le esperaba su leal compañero, el telescopio computarizado.
No fue un capricho, más bien la necesidad de seguir agarrado de
alguna forma al espacio desde aquella habitación. Gastó hasta el
último euro que tenía ahorrado tras la beca en aquella maravilla de
la técnica. Conectado a su ordenador, barría el espacio cada noche
antes de dormir. Encendió la conexión, allí estaban ya, puntuales
a su cita sus dos amigos de las ondas. Los conoció al poco de
regresar al pueblo, en uno de esos chats para chalados de la
astrofísica. Desde Nairobi y Bangalore, otros dos jóvenes físicos
le acompañaban en sus horas escudriñando el espacio. Era una gozada
poder encontrar a gente que hablara su mismo idioma, tras una jornada
despachando latas de tomate a señoras mayores con poca afición a la
astrofísica. Juntos exploraban galaxias situadas a años luz del
pueblo, algunas de las que llamaban semilleros de estrellas. Aquello
de la astrofísica tenía su miga. De entre todos los astros del
firmamento, sus favoritas eran las enanas marrones. Era difícil
explicarlas a un neófito. Las definiría como algo que se ha quedado
a medio camino de llegar a estrella. Una estrella fallida, para que
pudieran entenderlo, que nunca muere, salvo si es devorada por un
agujero negro o por una enana blanca. Hasta la supervivencia en el
espacio tiene su punto de complejidad. Ya fuera persiguiendo enanas
marrones o exoplanetas, aquellas eran las mejores horas de cada día,
cuando de nuevo podía soñar en ser quien siempre quiso ser. Los
tres habían unido de alguna forma sus destinos, compartiendo chistes
frikis al ritmo que perseguían astros de lejanas galaxias.
Debía de ser cerca
de la Navidad. Hace falta recorrer muchos kilómetros desde la
pedanía de la sierra para encontrar un alumbrado navideño. Pero sí,
debía de ser casi Navidad, porque las señoras del pueblo comenzaban
a hacer acopio de polvorones en la tienda. Miraba el reloj cada par
de minutos, contando los segundos que quedaban para retomar su
búsqueda. La noche anterior barrían entre los tres un sector de una
galaxia bastante estudiada. Algo no les cuadraba en las imágenes que
capturaban con sus telescopios. Aquella noche, al retomar la faena,
desde Nairobi y Bangalore confirmaron su sospecha, aquella puñetera
enana marrón emitía una radiación lumínica. Y las enanas marrones
no están en el firmamento para emitir nada. Aún más asombroso era
que la dirección variaba con el mismo movimiento de la tierra. Desde
el chat, su amigo de Nairobi apuntó algo. Chicos, podéis creerme o
no, las coordenadas apuntan hacia algún lugar en Palestina. No
jodas, estamos como para seguir estrellas en Palestina. ¿El
advenimiento de algo nuevo? Desde Nairobi, su amigo apuntó una
palabra mágica, la parusía. Desde Bangalore, el tercero defendía
más bien el eterno retorno. No estamos para discutir, sino para
obrar. Se conjuraron para actuar juntos. Juntos y con rapidez, sin
perder un instante. Guardó el ordenador en su mochila, junto al
telescopio y un par de calzoncillos. Contó los billetes que guardaba
en la mesilla, suficientes para resistir al mundo exterior. No hizo
ruido al salir, era noche cerrada y las calles del pueblo aparecían
desiertas. El nocturno pasaba en media hora para la capital. Y así
fue cómo Melchor Cañamero partió rumbo a lo desconocido.
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